viernes, 29 de enero de 2010

"Historia de perros" - Leónidas Barletta

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El padre, como siempre, ni pestañeaba. Lo que ocurría no tenía sentido para él. Hacía ya mucho tiempo queno comprendía. Y su temor de que alguien advirtiese que no podía comprender lo había hecho hosco. Intuía que todo era más sencillo y que habían complicado las cosas inútilmente. Como si viviesen vidas superpuestas, vidas que no eran las de cada uno. Como si hubiesen acumu­lado, capa sobre capa, formas absurdas de vivir y ahora no se podía horadar la gruesa costra, debajo de la que estaba la vida esplendente y sencilla. Entonces se aban­donaba uno como la hoja a la corriente. Y casi siempre ocurría esto en la buena época de los sueños. En el tiem­po en que las madres se resignan a la separación, porque se ha rebasado su mundo. Y todo es tan razonable, sin embargo, que, en vez de salir por esos caminos a gritar la alegría de sentirse libre, arrancando puñados de pasto y refregándolo por la cara para sentir el campo, se pre­senta uno en el portón gris de una fábrica y con una voz sorda que hace achicar los ojos de los capataces, pide trabajo.

Es tan razonable; pero no se puede comprender. En vez de tomar contacto con él mundo y gozar sus mara­villas, resulta que uno ha nacido para fabricar tapitas de lata, para las botellas de cerveza. Las poleas y los volantes giran como en una pesadilla. Y no se acaba nun­ca. Todos destapan botellas de cerveza y luego la tapita rueda debajo de las sillas. La máquina sigue acuñando millones y millones de tapitas. Y en vez de sentir uno que el aire celeste le acaricia la boca con un susurro de beso, siente el aliento de la máquina en los ojos quema­dos de cansancio. Y todo es tan razonable. Por ejemplo: si uno sigue su impulso y se va por esos caminos de Dios, ya se sabe, necesita una barba de carpincho, una bolsa y un palo. Entonces se le deja seguir y los perros y los pájaros, los pachorrientos sapos y las fulmíneas lagarti­jas lo reconocen. Y hay que andar, con los pies doloridos y un tallo fresco de hinojo en la boca, indiferentes a los que en toda clase de vehículos disparan frenéticos de la soledad y se detienen en los pueblos, en las calles más transitadas, a tomar un respiro, y descubren que lo mis­mo están solos. Los perros de las chacras se largan contra uno a grandes saltos, ladrando furiosamente; pero es para engañar a los de la casa, para que sigan ignorando que pasa aquel a quien solo los perros reconocen.

Y un día, hacia el crepúsculo, el espacio se ahueca como si nos fuese a tragar. Un gran árbol señala el límite pre­ciso y Arturo, el boyero, inicia sus celestes guiñadas. Y ya lo sabemos todo y podemos entrar sin temor en la tierra.

Y no como los que van en furtivas vacaciones a robar trocitos de naturaleza para encerrarlos en sus herméticas habitaciones de la ciudad. Con gestos ridículos hinchan el pecho y quieren llevar los bolsillos llenos de piedritas, hojas y ráfagas de aire limpio y vuelven a la ciudad ne­blinosa, sonrojados como si hubiesen cometido un hurto.

En cambio, siempre se encuentra una muchacha que está dispuesta a aceptar, porque uno no ha dejado de acuñar tapitas de lata, ano tras año. Y en seguida uno encuentra por todas partes escarpines y pañoletas de lana como si los recién nacidos de ahora tuvieran más frío que los de antes y se es padre de familia y se puede usar una cara seria para esperar los otros hijos, las ga­llinas, el perro, que constituyen la casita. Nadie sabe quién enseña a jugar al truco, y a las bochas se aprende mirando arrimar a los viejos. Y de pronto, uno se pre­gunta: ¿se podría saber para qué hago todo esto? Natu­ralmente, es muy razonable; pero no se puede compren­der. Uno tiene hogar y esposa honesta y trabajadora y los chicos son buenos y obedientes y en el almacén le dicen a uno: buenas noches, don Pedro, y no se debe Dada. Pero es duro de comprender que uno haya venido al mundo para hacer tapitas de lata para las botellas de cerveza.

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